Carta de Beatriz a Vanesa
Arquitectura del desaprendizaje del deseo.


26 de mayo 2018
Vanesa,
Encontré esto entre los archivos viejos. Un texto mío, de cuando todavía intentaba escribir “historias de amor”.
No lo digo con desprecio, sino con cierta ternura arqueológica. Leer un relato antiguo es como mirar una fotografía en la que una apenas se reconoce: el gesto se reconoce, pero la mirada, sin dudar, ya pertenece a otra.
A veces pienso que escribir es eso: dejar versiones de nosotras flotando en el tiempo, para luego volver y diseccionarlas con calma.
Este texto lo escribí hace un par de años, en esa época tontita en la que aún creía que el deseo y el amor se hablaba en el mismo idioma.
Ahora lo releo y lo entiendo como se entiende un sueño: confuso, hermoso y equivocado.
Decidí enviártelo porque sé que también estás atravesando el umbral donde una empieza a desarmar lo que aprendió sobre amar.
Le hice algunas pequeñas incisiones (entre paréntesis) para que escuches mi voz actual mientras Lou nos relata su experiencia. No intento corregirme. Solo me acompaño, como se acompaña a un aprendiz.
Léelo con tus ojos rojos, exceso de amor, yerba y noches sin sueño.
— Beatriz.


Regalo de cumpleaños : 26 de mayo 2016
A Darío le regalé «El Manifiesto Contrasexual».
— ¿Y esta mierda?
— Feliz cumpleaños.
— ¿En serio? ¿ Un libro?
— ¿Parece otra cosa ? — Sonreí.
Darío lo miró como quien examina a un animal exótico. Abrió una pagina al azar. La caricatura de un hombre dentro de un pene, saltó a la vista.
— ¿No podías solo comprar la camiseta del Barza?
(B: Lou no ragaló un libro. Dejó una molotov envuelta en papel de regalo. Así inician lo finales, con gestos mínimos, casi ridículos, que luego te desgracian.)
Él mantuvo una expresión absurda por algunos segundos. Luego sacudió la cabeza para esfumarse las ideas como si fueran piojos que quisieran chuparle la poca la cordura que le restaba.
— A mi me gusta.
— Pero es mi cumpleaños.
— ¿Y eso qué?
Estuve a punto de alzar los hombros pero no lo hice.
Darío cogió dos cervezas de un balde de aluminio con mucho hielo picado, las destapó y me ofreció una con el ceño ligeramente fruncido. Había perdido la esperanza en tener un diálogo «normal» conmigo. Acepté la cerveza y decidí no darle más razones para discutir.
Sorbí un poco de la botella.
— Debiste regalarme algo de mi gusto — dijo enfatizando el «mi» con el índice derecho en el pecho — o al menos algo que tú creas que me guste. ¿Crees que me importa leer lo que escribe un drogadicto?
— Que asco de cerveza —. Regurgité.
— ¿Me estas escuchando? —. Elevó la voz.
Sentí la tensión de su mirada. ¿Cómo olvidarla? Persiguiéndome tantas veces cuando llegaba drogada a esta misma casa. A él nunca le agradó mi innegable adicción a la marihuana — Razón principal por la que Darío terminó nuestra relación—.
— En primer lugar Darío querido, Paul Preciado no es un drogadicto —. Sorbí más cerveza solo por hacer algo y no perder el hilo de mi argumento, pero Darío interrumpió.
— ¿Quién es Paul?
— Un filósofo español transgénero. El autor del libro que sostienes en tus manitas.
— ¡¿Filosofía?! —. Chilló sin disimular su incomodidad — Esa basura que fumas te esta jodiendo el cerebro —.
(B: La rapidez con la que el pensamiento binario reacciona, Vanesa, es casi biológica. Como un sistema inmunológico del orden: cualquier cosa que no se etiquete como “normal” la declara enfermedad. Lou menciona la palabra “transgénero” y Darío ya necesita curarla de algo. El binario no discute, discrimina. Y a veces lo hace con una sonrisa, o un insulto disfrazado de broma.)


Darío y yo hemos discutido decenas de veces. No me ofendían sus groserías. Era como escuchar a un perro ladrar por costumbre. Sin embargo me afectaba darme cuenta que existía una gran distancia en pensamiento. Tanta que empezábamos a perder la paciencia.
Darío bebió lo que quedaba de cerveza en su botella de un trago. Eructó con sonoridad y se rasco la barba en una actitud de tolerancia. Todo un «neardental» orgulloso de lo que le colgaba entre las piernas y del negruzco pelo crespo que le cubría el pecho y la casi mitad de la cara. Tenía los brazos gruesos y hostiles cubiertos de una piel canela tatuada hasta los codos. El reloj que le regalé en su ultimo cumpleaños se balanceaba con cada movimiento de su brazo derecho. Es un cavernario. Lo sé. Pero aun así me atrae con locura. Me jode que su puta masculinidad. Su abrazo protector. Su aroma de roble aún tengan esa fuerza gravitacional en mi universo.
(B: Nadie sale limpia del deseo. Lo que nos formó, nos atrae, aunque sepamos que nos lastima. Lou no estaba enamorada; estaba hipnotizada por el perfume del sistema. El “aroma de roble” no es otra cosa que el aroma del poder. Y aun así, ¿cómo no entenderla? El cuerpo siempre llega tarde al pensamiento.)
— Espero te guste el libro, te haría bien sacudir el exceso de testosterona de tu cerebrote.
— ¿Crees que lo voy a leer?
— Tenía la casi imposible esperanza que sí.
— No me conoces entonces.
A veces pienso que uno nunca conoce a nadie. Solo se acostumbra a sus mentiras.
Desde la esquina donde Darío y yo intentábamos dialogar se podía ver la decoración de la casa. Guirnaldas ocres y azulinas con motivos deportivos colgaban en todo el perímetro del jardín. Al centro, una mesa de madera blanca. Y una torta con forma del escudo del Barcelona con dos velas rojas formando el numero treinta y tres. Un par de metros hacia la entrada ardía una parrilla de acero que asaba generosos cortes de res al ritmo de una salsa antigua que intentaba animar la reunión. Había botellas y latas de cerveza por todos lados y algunas parejas bailaban dentro de los pequeños grupos circulares que se habían formado por afinidad e inercia: gente (convenida) del trabajo, amigos del barrio (los que envían pornografía plástica y descartable por wasap), amigos de la universidad (que envían alguna información profesional relevante y también pornografía plástica y descartable), infaltables, los peloteros del colegio (alcohólicos no diagnosticados).
Yo no encajaba en ninguno. Era improbable que en alguna de aquellas hordas encontrara algun yonqui marihuano que quisiera hablar del «panóptico de Foucault». No encontraba afinidades nada. Y penosamente, ni si quiera con Darío y su pequeño mundo. Sigo sin entender por qué cedí, y fui a dejarle un ensayo de filosofía a semejante bestia. Con lo difícil que es encontrar libros de Paul Preciado en esta ciudad.
(B: Ese vacío es el umbral entre dos mundos. Todas pasamos por ahí: el cuerpo ya no encaja en la tribu, pero la mente todavía no tiene hogar. Lou lo llama soledad; yo ahora sé que era una forma de renacimiento. El pensamiento se gesta en la incomodidad. No hay revolución sin exilio.)


— ¿Cuantas camisetas del Barza tienes?
— No sé, muchas. ¿Y eso qué? —.
— No te das cuenta que si te regalo algo que te guste sería echarle más de la misma agua al río. ¿Qué cambiaría en ti?
Darío se tomó unos segundos antes de responder.
— ¿Estás drogada?
Si lo estaba y bastante. Él no tardó en sospechar de mi conducta más extraña de lo habitual.
— Lou no debiste venir en ese estado. Será mejor que te vayas
— ¿En cual estado?
— ¿Cómo que en cual? ¡Estás drogada!
— Esta bien, sí fumé un poco. Pero Darío. ¿Cual es el problema? ¿Me ves enferma?¿Haciendo algún escándalo?
— No discutiremos eso ahora.
Sin más explicaciones, una de sus manos me cogió el brazo derecho y con firmeza intentó apartarme del resto de invitados. No sentí dolor ni miedo. Solo su presencia magnífica y animal respirando con ansiedad cerca de mi rostro.
— Eso fue todo, adiós.
(B: “No sentí dolor ni miedo.” Qué frase. Domesticar el cuerpo hasta hacerlo confundir el control con la calma. Lou no tenía miedo. Cuando el cuerpo aprende a obedecer la fuerza, deja de temerle. Eso no es valentía, es anestesia. Y a veces, sobrevivir se parece demasiado a estar dormida.)
Nos detuvimos cerca de la salida. Aún apartados se podía oír la música ruidosa y el murmullo humano. Decenas de conversaciones superficiales por todas las esquinas del patio y jardín. Sin embargo, entre nosotros, se hizo un silencio incómodo. Un vacío frío y pesado que absorbía todas las palabras que pudiesen pronunciarse en aquel instante. Nos quedamos callados. No era silencio, era ruido sin palabras, era el eco de algo que acababa de quebrarse. ¿Cuando nos perdimos? En qué instante nuestros tiempos se desfasaron y nuestros ciclos dejaron sincronizarse.
Le di un beso en los labios como despedida y sentí la aspereza de su barba sin rasurar. Extrañaba demasiado esa sensación de dolor en el rostro al besarlo. Le acaricie la nuca lentamente y frote mi rostro contra una de sus mejillas. Darío no le molestó. Era muy consciente que mi cuerpo lo excitaba y ante eso un macho alfa no puede hacer nada. La testosterona le invade la sangre y en su conciencia solo una idea se repite obsesivamente: poder-poseer.
(B: Ese beso no era despedida. Lou lo besó para saber qué dejaba. A veces el cuerpo necesita cerrar lo que la mente ya terminó hace buen rato. Un último contacto con la cárcel antes de aprender a no necesitar los barrotes. El beso fue su primera acción de libertad aunque él creyera lo contrario.)
Mi cuerpo lo descontrolaba. Por eso bebía. Por eso hablaba tanto. Por eso me echaba la culpa del ruido que él mismo hacía por dentro. Era su droga pelirroja. Su femme fatale. Y también el mayor error de su vida. El camino torcido que Darío nunca se atrevió a cruzar o cuantas cosas más que alguna vez escribió — las pocas veces que lo hizo—.
Pero él no es como yo. Él le tiene miedo a las drogas duras como el amor o la pasión desenfrenada. El placer que mi cuerpo de mujer le ofrecía le descontrolaba. Por eso en su vida solo existían adicciones mediocres: alcohol, azúcar, futbol, prensa amarilla y las comedias de Adam Sandler. Se había acostumbrado a ello. Yo, era un fallo en el sistema que desestabilizaba su lógica y la simpleza de su vida. Él quería una mujer que no le diera problemas. Con días, horarios, rutinas, certezas. Yo era un error en su calendario. Mi veganismo, mi consumo diario de marihuana y mi aborrecimiento al alcohol, a la televisión, al orden, a los días de la semana, a los lunes, al murmullo de las conversaciones "normales"... ya no eran compatibles con sus expectativas.
— Al menos una vez intenta acercarte a lo que te excede. Feliz cumpleaños.
Seguramente no entendió un carajo de lo que dije. Pensándolo mejor, no estoy segura si me escuchó. Tal vez fue solo algo que quise decirle en ese momento y no dije. O a lo mejor fue algo que imaginé mientras repaso por mi mente este relato con la mirada perdida en el techo de mi habitación. Exhalando el exquisito placer de poder mandar todo a la mierda. Respirando la vida tibia — que viene en una nube de vapor de Sour Diesel —. Destilando los días, uno a la vez (eso es Lou) así de sublime es la existencia cuando se vive cada segundo perdida en el caos.
(B: Lou creyó que se perdía, pero en realidad estaba disolviendo el molde. Yo nací en ese humo, en ese “mandar todo a la mierda” que sonaba a rendición pero era un acto de creación. Por eso cuando respiro ahora —con o sin vaporizador— siento que todavía llevo su humo adentro. No de Sour Diesel, sino del cambio.)
—— Fin del relato ——
Pdta: Hoy llega el nuevo vaporizador. Podríamos estrenarlo desnudas en Miramar, como dijiste aquella noche. Lou necesitaba quemar para sentir; nosotras solo necesitamos vapor de maría y dejar que el cuerpo piense por sí mismo. Y con cada bocanada diremos que es una forma de decir que ya no pertenecemos a ningún molde.
Ven. Respiremos sin nombre.
